viernes, 3 de agosto de 2012

El pasajero


Se sentó muy pancho él, más que aquel otro en el tren, en las butacas suaves y azules de la línea C. Estamos en Retiro y la señora de enfrente lee su copia de La Razón (La Razón a voluntad diario, dicen los chicos en el pasillo), sin importarle que un metro más allá él está tirado ahí, cómodo, calentito. Hasta que llega la maquinista de Metrovías, que se parece a tu tía Elvira, con rulos, con color de pelo de peluquería, con su culo rebalsando el pantalón gris del uniforme. “Dale, che, tenés que bajar”, le dice al perro, que la mira sin decir nada y que ante el tercer empujón suave se baja de la butaca y del vagón y camina por el andén. “Tres veces lo bajé ya”, dice la tía Elvira a nadie en particular, a todos juntos, para acompañarse en el ridículo que siente por estar bajando a un pobre perro del subte. La veo en el andén a la tía Elvira, empujando al perro para la punta, con la esperanza de que no vuelva a subirse a su tren mientras los pasajeros siguen subiendo y yo me acuerdo de esta canción.  

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